LA LAGUNA: Las fiestas del Cristo y de San Miguel. Por Francisco González Díaz Las Palmas de Gran Canaria 1903

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Fiestas de San Miguel en la Plaza del Adelanyado u Alameda del Adelanta, al fondo la puerta de Las Catalinas, foto de los primeros años del  siglo XX

La Laguna, invadida por los veraneantes, que cada año aumentan, cobra animación y alegría. Interrumpe su habitual tristeza, se endominga aún en los días ordinarios, abandona su actitud perezosa de matrona que dormita soñando en glorias pasadas. Sus ca11es se 11enan de ruido, las amplias salidas a sus campos hermosos ven pasar alegres peregrinaciones, largas comitivas en dirección de los pintorescos alrededores, San Diego del Monte, Tejina, Tegueste, Las Mercedes. Los domingos, durante la temporada estival, en la ciudad no se encuentra un coche disponible, una vez transcurridas las primeras horas.

Las fiestas del Cristo y de San Miguel; atraen grandísima concurrencia de forasteros, la primera sobre todo (Vi la fiesta del Cristo hace muchos años; pero la impresión entonces recibida no muere en mí). Es un espectáculo sublime aquel que se admira a la entrada del, Crucificado en su capilla suntuosa, volviendo de recorrer La Laguna engalanada, reverente y postrada de hinojos. La lenta procesión detiene su paso; Cristo en la Cruz, con las carnes acardenaladas, los’ ojos muertos, dolorida la faz augusta, parece enderezarse alegrando un momento su mortal agonía para sonreír a los que le bendicen, le rezan y le aclaman. La fe que le contempla cree verle efectivamente risueño. Y a sus pies abiertos, llagados, lívidos, deposita un tributo colosal en que se mezclan todos los dones y todos los ofrecimientos.

La sencilla devoción campesina se da con ímpetus fogosos en un rapto extraordinario que conmueve la vasta plaza de San Francisco, donde Dios triunfa. El espacio se llena de delirante amor místico, expresado en formas paganas. Los aldeanos venidos de los contornos gritan, cantan y bailan el tajaraste, cual si quisiesen regocijar al divino humillado, al divino entristecido. El velo negro del crepúsculo se rompe, se quema y se deshace en chispas, al estruendo de una pirotécnica formidable que imita un terremoto. La Pasión, simbolizada en aquella Cruz, se convierte en gloria. La noche, incendiada, truécase en día radiante y triunfal. Cristo sonríe, gozoso en medio de su martirio.

De las colinas surgen llamas; en las calles el mirto esparcido y las flores deshojadas embalsaman los pies de los’ transeúntes un rumor inmenso formado por millares de voces llega desde muy lejos trayendo a Cristo vencedor la adoración de sus fieles en una gran plegaria de la Naturaleza. La Vega entra en la’ ciudad. El pasado viene al presente. Hasta las carcajadas báquicas suben como un homenaje, en competencia con el serpenteo de los cohetes.

Toda La Laguna es templo aquel día, templo que sufre numerosas profanaciones, porque la muchedumbre en fiesta, aunque piensa en Cristo, concluye por adorarlo paganamente. Cristo, sin embargo, sigue sonriendo bajo su corona de espinas, dispuesto a desprender sus clavados brazos y a bendecir la grey creyente que le exalta.

La Laguna es templo, repito, aquel día. Lo es siempre. Nunca cesa de oírse el gemido o el canto de sus campanas, lenguas de bronce que mantienen interminable conversación con lo infinito. La bella y simpática ciudad, con sus históricas vejeces, es un gran museo. No la describiré para que no se diga que trato a estas horas de describirla. Deberían cercarla de una verja y dejarla entregada al sueño. Cada golpe descargado sobre su vetustez, la profana. Su reposo es el reposo solemne de la historia.

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