La Carrera, antiguo Bar Alemán (V). Por Julio Fajardo Sánchez

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Algo extraño ocurría en La Laguna durante los años sesenta, algo que provoca que la generación que lo vivió no se sintiera sorprendida por lo que pasaría más tarde en París, salvando las distancias, en un florido y revolucionario mayo. Y todo eso gravitaba en los vagones del Bar Alemán que, como un tren en marcha, iba a la velocidad del mundo. Sobre sus mesas se comentaban las reseñas de «Cahiers de Cinemá» o del «Primer Acto» de Pepe Monleón. Se derramaba la nausea o el absurdo. Se leía a Pavese, a Camus, a Miller, a Kerouac, a Durrell; y hasta Carlos Oroza, el poeta maldito de la España de Fraga Iribarne, como un Evtuchenko de las rías baixas, exponía su verborrea poética, nueva y rompedora:

«Hay que volverse locos para ignorar que estamos recluidos, volverse del revés y andar por el lado de los muertos».

Emilio Sánchez Ortiz, cofundador del grupo Mirandista conmigo y con Luis Alemany, soñaba desde allí con el París que le aprisionó durante treinta años. Juanito Cruz, como una lagartija inquieta, ejercitaba allí su curiosidad insaciable por conocerlo todo y a todos.

Arturo Maccanti, ante el café, hilvanaba en versos sus amables tristezas domésticas, mientras a su lado encendían a luz Mafasca Eugenio Padorno, Alberto Pizarro y José Luis Pernas, un poeta de pie quebrado. Y todo ello controlado desde la barra por Daniel, asistido por sus medios volantes, Federico y Damián.

limpia

Victor, el limpia del Alemán

El Bar Alemán era además escenario del humor lagunero, por eso cuando el betunero anunciaba desde la puerta con su grito de guerra publicitario:

-¡Limpia!

El bar completo lo coreaba diciendo:

¡Boom, boom, limpiá!

Haciendo referencia a un anuncio radiofónico de un detergente famoso.

y la música también se cocinaba en el Bar Alemán, allí, como bien cuentan Martín y Carmelo Rivero en su libro sobre «Los Sabandeños», Elfidio Alonso, Manuel Luis Medina y yo trataremos con Néstor Álamo la versión sabandeña de «Maspalomas y tú» ,
después vendría, con una especial dedicatoria, la «Balada de Sabanda», pensada para la figura señera del caballero don José Peraza de Ayala. Una tarde, en la barra del Bar Alemán, Elfidio y yo le tarareamos a Juan Torrent, que era Jefe del Aeropuerto de Los Rodeos, nuestra versión de «La Alpispa», tan diferente de todas las demás, ni siquiera habíamos empezado a ensayarla, era sólo un proyecto que sonó a perlas en los oídos de Juan que, como canarión, nos daba el visto bueno para aquella aventura atrevida. La fórmula fue un éxito, tanto que ya nadie la identifica con las anteriores versiones de Mary Sánchez o de la «Agrupación San Cristóbal».

Mayo del 68

Aquellos años no eran un paraíso, pero con el buen humor no se notaba. Abundaba la intransigencia y el autoritarismo a ultranza; cualquier carguillo que utilizara papel con membrete para escribir era una autoridad. A principio de los sesenta, un grupo de amigos que terminamos formando «Los Sabandeños» hacíamos la música de la época en un grupo llamado «Los Universitarios». Allí, estábamos Domingo Luis Martín, Rafael Perera, Juan Oliva, Paco Ucelay, Leoncio Bacallado y yo. Como nos era imprescindible disponer de un carnet profesional para poder actuar en público, lo solicitamos en el sindicato de músicos. Allí, para músico que no hubieran ido al conservatorio, existía solo el carnet de circo, variedades utilizado por los artistas de cabaret que siempre han sido unos gran profesionales. El encargado estos menesteres administrativos era un lagunero, miembro de una extensa familia conocedora de la corchea, algo así como los Bach de La Laguna, el cual calificó inmediatamente al rock and roll con música de negros, muy lejana de lo que podía ser interpretado por una banda de música en la procesión de madrugada. No era fácil ser moderno.

La historia del Bar Alemán explica muy bien la historia de La Laguna de los años sesenta, los brillantes últimos resoplidos llenos de salud de una ciudad que se negaba a morir. Toda una generación de canarios se acrisoló en aquella Laguna, aquella Atenas refulgente que aún vive con su llama perenne en el recuerdo de tantos y tantos universitarios de todas las islas, que se iniciaron en su acercamiento a la cultura entre verodes y adoquines húmedos. y que desgranaron interminables conversaciones ante un café calentito en las mesas del Bar Alemán, siempre en movimiento, dentro de aquel maravilloso tren en marcha, el mismo que hacía exclamar a Ramón Gómez de la Serna: «Hemos perdido el andén».

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