Aquella Semana Santa lagunera de los años 50 en la pluma Alfonso García-Ramos y Fernández del Castillo (y VI)

VIERNES SANTO

Los relojes de la ciudad se han detenido en las cuatro de la mañana y el Cristo de La Laguna se recorta radiante en los portales de su Santuario. Un poco más adelante, San Juan, la Magdalena y la Dolorosa, caminan presurosos difuminados en la penumbra de sus vacilantes fanales. A los bordes de la calle las velas encendidas de los esclavos forman una cadena luminosa que alarga y crepita sacudida por el viento. Ha salido la procesión de madrugada, y, todo el pueblo camina tras de su Cristo. La Laguna calla y reza, solo se oye el redoble de los tambores o los sones de una marcha fúnebre.

El Cristo marcha hacia el amanecer y todo el aire queda detenido a su paso; los recuerdos se encienden y encadenan a esta madrugada inolvidable, y se abre un balcón en el tiempo y vive de nuevo Ramiro Arnay; un Ramiro enfermo, casi transparente, que se asoma para cantar por última vez la más querida de sus romanzas, la misma que le diera un día gloria y fama, y que ahora canta para su Cristo en medio de un silencio conmovido y espectante, muy lejos del guiñar de las candilejas y del aplauso del público. Ahora el tenor lagunero que lleva ya la muerte en los ojos entona su canto de cisne.

Él lo sabe y canta para su Cristo. Todo su cuerpo enfermo tiembla y se estremece por el esfuerzo, pero su canción se abraza a la Cruz y escapa vertical hacia el cielo. El Cristo sigue su marcha abriendo corazones, recogiendo plegarias, y se detendrá ante una ventana y entonces un viejo vate rompe las cuerdas clásicas de su lira pagana para dedicarle un romance que es toda una confesión de amor y de fé:

¡Procesión de madrugada!

¡Cómo brillan los luceros
que los ángeles encienden
por el Cristo lagunero…

La Laguna desgrana así, día a día, hora a hora, el rosario de su Semana Santa, y cada año engarza una cuenta más en la cadena de sus solemnidades; así la nueva cofradía del Lignum Crucis en la emotiva ceremonia del Descendimiento rendirá culto de latría al mismo Sagrado Madero que adoraron los castellanos conquistadores el primer Viernes Santo lagunero.

Llegada la hora cumbre, las puertas de la Catedral se abren para dar paso a la procesión Magna. Ya las calles y plazas se hacen pequeñas para el gentío que las llena. Comienza el desfile que reproduce ordenado y movible las etapas de la Pasión. La Laguna ofrece una síntesis de su Semana Santa en la que los imagineros canarios Estévez, Luján y Rodríguez de la  Oliva se hermanan con las escuelas sevillana y genovesa. Pasan los Cristos rojos y sangrantes siempre acompañados por el paso rítmico de los penitentes… La Predilecta de Luján, más dolorosa que nunca, camina delante del Cristo lagunero; más atrás, la Virgen de la Soledad, abatida por el peso de las lágrimas oye las campanillas de plata que repican tristes sobre la impresionante talla del Dios muerto, que recorta sobre el negro terciopelo toda su gótica severidad.

El cielo se ha teñido de rojo y naranjo cuando el Cristo Predicador llega a la Catedral. Los fanales encendidos arrancan los últimos destellos a la plata de los tronos y en la penumbra del crepúsculo se difuminan los colores de los hábitos penitenciales, que siguen marcando un ritmo lento de pasos, mientras suena cada vez más cerca el fúnebre redoblar de los tambores que acompañan al Santo Entierro.

Cuando la noche pone fin a este día de crespones, la ciudad recobra su estado tradicional, vuelven a quedar vacías sus calles y las Cofradías de Penitentes acompañan al Cristo difunto. Han cesado los tambores y las marchas; sólo el compás de los pasos rompe el pleno silencio. Más tarde, cuando una ligera llovizna sacude los cristales, la Soledad, de Rodríguez de la Oliva, recorre las calles laguneras. Stabat Mater.

Así es La Laguna y su Semana Santa; un rosario de recuerdos, una cadena de fervores, un vivir y reproducir en sí misma la Pasión de Jesús. Por eso, cuando en la noche del sábado un júbilo de bronces caiga sobre la vega, la ciudad resplandecerá pura, porque se ha bañado en la Sangre Redentora de su Cristo y continúa fiel a una fé más firme que esos viejos campanarios que en la noche de gloria saludan al pueblo con el alegre repicar de sus campanas.

¿Cómo es tu Semana Santa, Alfonso? La Semana Santa lagunera, mi Semana Santa, es rosario de recuerdos…

 

 

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