Aquel lunes 12 de diciembre de 1977 fue fatídico para Javier Ricardo Fernández Quesada. Por/Julio Torres Santos

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Reedición

La Laguna, lunes 12 de diciembre de 1977. Habían convocado una huelga general el jueves día 8 una asamblea de varios miles de obreros habían votado por ella. Entre ellos. Hombres de SOC de CNT y de diversos partidos. CC.OO y UGT condenan inmediatamente el movimiento.

El lunes 12 era un día despejado y soleado, como suele suceder a principios del mes de diciembre. Por primera vez desde la II República, los que se mal denominaron “piquetes informativos” se pasearon por las calles más céntricas de la ciudad: Herradores, La Carrera, Heráclio Sánchez y La Trinidad, entre otras; hecho éste que confundió muchísimo a algunos comerciantes que todavía seguían hablando en voz baja del “Régimen”. Éstos, reunidos a puerta cerrada en el bar Castillo, decidieron segundar la huelga, pocos por convencimiento, la mayoría por miedo a represalias, temiendo que sus escaparates u otros bienes personales fueran atacados.

Cuando, a las diez de la mañana, bajé la calle Herradores, con dirección a la Universidad, donde, a las once, se había convocado una asamblea de distrito en el paraninfo, ya encontré a todo los comercios con las puertas entreabiertas, casi cerradas, y a sus propietarios alarmados por la presencia de piquetes.

En la asamblea de distrito, como siempre en aquella época muy politizada y muy manipulada (generalmente por los maoístas de la ORT, los anarquistas y el propio Partido de Unificación Comunista Canaria o PUC) se decidió salir a la calle en manifestación, para apoyar a los sectores obreros en huelga. Los manifestantes nos dirigimos al centro de la ciudad por la Avda. de La Trinidad. Al llegar a Herradores, ya “los grises” nos obligaron a regresar por Heráclio Sánchez; al principio de esta calle, a la altura de la pensión Ramos (actualmente el restaurante chino “Xin-Xin”), se comenzó a atravesar coches en la calle, en forma de barricadas, para evitar la carga policial que se preveía eminente. Desde el edificio Galaxia, en construcción, se comenzó a proveer a las barricadas con bloques y piedras, para repeler las cargas policiales, los botes de humo y las pelotas de goma; material anti-disturbio usado habitualmente por la policía armada, acostumbrada a este tipo de enfrentamientos. Hay que decir que estos policías llevaban ya tiempo destinados en Tenerife, por lo que conocían perfectamente la naturaleza de los enfrentamientos con los universitarios de La Laguna, de tal forma que, en ocasiones, por medio de megáfono, se pactaba la forma de retirarse los contendientes tras los enfrentamientos. Este día algo presagiaba en el ambiente que no iba a ser igual.

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La virulencia con que se iban sucediendo los enfrentamientos a lo largo de toda la calle Heráclio Sánchez y hasta la calle Delgado Barreto, a la que llegamos sobre las dos de la tarde, cediendo terreno a la policía, nos hizo refugiarnos en la Universidad para dejar pasar un tiempo prudencial (en torno a una media hora) hasta que la policía se retiró.

La policía tomó nuevas posiciones, situándose en la gasolinera de la Cruz de Piedra. En esos momentos, un pequeño grupo de manifestantes, portando neumáticos de vehículos, comenzaron a hacerlos rodar por la calle Delgado Barreto para tirarlos a la policía. Este hecho lo contemplábamos un grupo de manifestantes, sentados en la escalera principal de la Universidad. De repente, sobre las tres de la tarde, se produjo un hecho insólito, que yo nunca había contemplado en una manifestación en La Laguna: justo delante del polideportivo universitario, a la altura de San Fernando, empezaron a aparecer vehículos de la guarda civil, tipo jeep. Ello nos despertó la curiosidad y nos dirigimos hacia la azotea de Derecho. Unas cuarenta o cincuenta personas nos encontrábamos en la misma, cuando ya la guardia civil se había apostado junto a los árboles de la Avda. de Ángel Guimera y nos apuntaban con cemet, y ametralladoras “Z”. Inocentemente, supusimos que estas armas estarían cargadas con balas de fogueo; pero no fue así. Comenzamos a increparles; el grito más popular fue “desertores del arado”. Inmediatamente respondieron con fuego, percatándonos del impacto de las balas en las grandes esferas que rematan la fachada de la Universidad. Comprendiendo que se trataba de fuego real, comenzamos a reptar por la azotea hasta las puertas que nos conducían otra vez al interior.

Bajé por la escalera principal hasta el hall. Varios estudiantes arrastraban un cuerpo hasta la entrada principal, para protegerse tras su puerta y poder asistir al que, pensaban, se encontraba herido. Se trataba de un hombre joven vestido con un jersey azul de doble vuelta y un pantalón vaquero; le hacían masajes cardiacos y la respiración boca a boca.

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Me acerqué hasta ellos y ya todos nos percatamos de que estaba muerto. Entonces le subimos el jersey para contemplar, atónitos, que presentaba un orificio, no mayor que el de una colilla, en el costado izquierdo, a la altura del corazón.

Los disparos y las ráfagas de metralleta no cesaban. Me decidí a salir hasta los arcos, con un pañuelo blanco en las manos, solicitando que nos dejaran sacar a un estudiante y gritando que estaba mal herido, que no lo podían dejar morir (aún pensaba que se podía salvar su vida).

Entonces, dos guardias civiles con tricornio (no todos lo lucían, algunos llevaban gorra de plato) que se encontraban en la base de la escalera, sobre el suelo de adoquines, uno armado con pistola y otro con cemet, sin dejar de apuntarme, me obligaron a bajar hasta ellos. Cuando llegué a su altura, el que estaba armado con el cemet empezó a darme culatazos, pero ya mis compañeros bajaban a Javier en brazos. Así, no les quedó más remedio que llevarnos hasta los jeeps.

En un jeep cerrado se introdujo el cuerpo de Javier y en otros tres descapotables, de techo de lona, se nos introdujo a los demás. Fuimos conducidos hasta el acuartelamiento del Camino del Hierro, en Santa Cruz. Allí se nos tomó la filiación y se nos hicieron las fotos para la ficha policial. No tuvimos que pasar por ningún calabozo; todo lo contrario: estuvimos en la cantina y se nos invitó a bocadillo, incluso algunos guardias civiles se mostraban consternados por lo ocurrido. Allí, en torno a las siete de la tarde, nos comunicaron que Javier había fallecido. Luego, tranquilamente, nos invitaron a que nos fuéramos.

Tuve que esperar hasta el 21 de diciembre, a las seis de la mañana, para escuchar aporrear la puerta de mi casa. Cuando abrí, me pusieron de nuevo una metralleta “Z” en el pecho. En este caso fue la policía armada que, acompañada de varios policías secreta, irrumpieron y violaron mi hogar, vaciando hasta la harina y llevándose todos los panfletos y los posters característicos de un chico de mi edad (el Ché, un bandera de Canarias,…). Fui puesto en libertad el día 22, mientras los niños de San Ildefonso del año 77 cantaban la lotería. Tengo que decir que fui interrogado, pero en ningún momento maltratado.

El Martes 13 de diciembre. Durante las fechas de huelga y luto llegarían a Tenerife y Gran Canaria 600 refuerzos aproximados de los antidisturbios (especiales) de Córdoba y Zaragoza, que utilizarían para los traslados jeeps militares.

Junto a Javier, otros dos jóvenes fueron heridos el mismo lunes: Fernando Jaezurria, estudiante de Farmacia, de 18 años de edad, por un disparo en el hombro izquierdo, mientras observaba los acontecimientos desde la azotea de su casa (hospitalizado e intervenido) y Nicolás Lezcano, de 13 años, por una bala perdida que se alojó en el brazo izquierdo (dos puntos de sutura).

Javier Ricardo Fernández Quesada tenía 22 años y estudiaba 2º de Biológicas. “Era un enamorado de las flores y la música, un joven tranquilo y reservado, amante de su carrera”, afirmo un primo suyo, quien pensaba que “Javier no estaba afiliado a ningún partido, si bien ideológicamente estaba en contra de lo impuesto”.

“No votó en las elecciones de junio”, según Chemi, su mejor amigo. Sus padres sólo creían que estaba herido cuando escucharon por la televisión que su hijo había muerto en La Laguna. Su cuerpo fue enterrado el martes 13 de diciembre de 1977 en el cementerio de Las Palmas.

El diputado testigo

La muerte de Javier Ricardo Fernández Quesada la conoció el gobernador civil, Luís Mardones Sevilla, cuando almorzaba. Un testigo de excepción había sido el diputado socialista por Tenerife Luís Fajardo Spínola. Que tras presenciar desde el balcón de su casa colindante a la Universidad el tiroteo de la Guardia Civil telefoneó al Gobierno Civil sin poder hablar con la primera autoridad.

El rector, Antonio Betancourt Massieu, por su parte, calificaría los hechos de «muy graves», pues desde la dictadura de Primo de Rivera no había muerto ningún estudiante en el recinto universitario español. Los parlamentarios canarios. Que solicitaron una investigación al Congreso y Senado, se reunirían en la noche del trágico lunes con el gobernador Mardones, quien les expresó que el motivo del despliegue policial era su temor porque los convocantes de la huelga general fueran grupos radicales e independentistas Lo que a muchos extrañó fue la no comparecencia, tras los incidentes, del propio ministro Martín Villa. Sin embargo, el que sí viajó a las islas al dia siguiente de los sucesos seria el general jefe de la Zona de la Guardia Civil. Guillermo Gutiérrez García, para abrir una investigación. Un funeral previsto por los partidos políticos y el Rectorado para la tarde del miércoles, en la catedral de La Laguna, acabaría siendo desconvocado ante la grave tensión existente. La Junta de Gobierno de la Universidad suspendería las clases hasta enero mientras continuaba la lucha callejera.

Espero que este relato sirva de memoria histórica para quienes no vivieron estos trágicos acontecimientos. También, por qué no, para lavar la cara a muchos que desde hace mucho tiempo, incluso ahora, quieren estar en la foto, y ni tan siquiera ese día aparecieron por la Universidad, además en la actualidad  hablan en los plenos del ayuntamiento lagunero dando su particular clase de «progre» y luchadores de aquella época.

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