«Tenerife y la fiebre amarilla» (II), por Conrado Rodríguez-Maffiotte Martín

Profilaxis (prevención) de la enfermedad

Aunque el médico norteamericano Josiah Nott fue el primero en lanzar la idea del mosquito como transmisor de la enfermedad en la primera mitad del siglo XIX, sería el científico y médico cubano Carlos Finlay (1881) el primero en demostrar que, en efecto, el vector de la fiebre amarilla era ese y que la enfermedad no se transmitía por contacto directo. Este descubrimiento pasó desapercibido en su momento hasta que fue confirmado usando voluntarios – de los que fallecieron no pocos – por el médico militar norteamericano Walter Reed en América Central y el Caribe en 1900. Basándose en estos hallazgos, otro oficial médico del Ejército de los Estados Unidos, William Gorgas, comenzó a desarrollar una campaña muy efectiva para la erradicación de la fiebre amarilla de La Habana (capital de Cuba) en 1901 y Panamá tres años después. Dado el éxito de esas campañas, Gorgas se propuso como meta la erradicación definitiva de esa enfermedad del planeta y para ello contó desde 1915 con el apoyo de la Rockefeller Foundation, centrándose primero en América Latina para, ya en la década de 1920, comenzar a actuar en el Continente Africano. Aunque dichas campañas mejoraron mucho las perspectivas, es obvio que la fiebre amarilla no ha logrado erradicarse totalmente y continúan existiendo diversos focos en América y África. Curiosamente, Asia ha estado siempre limpia de esa enfermedad.

En 1927 se logró aislar el virus responsable y entre  1936 y 1937 el médico surafricano, especializado en virología, Max Theiler y su equipo desarrollarían la primera vacuna efectiva contra la enfermedad, conocida como 17D, que fue ampliamente utilizada durante la II Guerra Mundial en las zonas de conflicto con focos de fiebre amarilla. El uso de la vacuna, especialmente por parte de los aliados, salvó miles de vidas y consiguió que no se produjeran bajas por esta enfermedad. Max Theiler fue galardonado con el Premio Nobel de Medicina en 1951.

Al margen de la vacuna, otras medidas profilácticas consisten en la destrucción de las larvas del mosquito, el uso de insecticidas como el dicloro difenil tricloroetano (DDT, descubierto y puesto en uso por el suizo Paul Hermann Müller, Premio Nobel de Medicina en 1948) – aunque hoy el DDT ha sido prohibido por su toxicidad, utilizándose otros compuestos – y medidas mecánicas de protección. En la actualidad, la OMS  y otras instituciones han alertado sobre la relajación del control del mosquito en el Hemisferio Occidental y por las bajas tasas de vacunación en áreas de riesgo. Según dicha organización, en el mundo se producen en la actualidad más de 200000 casos al año causando entre 25000 y 30000 víctimas mortales.

UNA SÍNTESIS HISTÓRICA DE LA FIEBRE AMARILLA

Desde la aparición de las primeras epidemias de esta enfermedad en el siglo XVII y, sobre todo, a partir de los descubrimientos sobre la misma de finales del XIX y comienzos del XX, ha existido un debate – aún no aclarado – sobre su auténtico origen. Para unos estaría en América y, para otros – la mayoría – en África. Los últimos estudios histórico-epidemiológicos e histórico-médicos sitúan la aparición del virus en África en torno al año 1000 AEC y desde allí saltaría al Nuevo Mundo muchos siglos más adelante.

El primer brote epidémico de fiebre amarilla surgió en las islas Barbados (Pequeñas Antillas de las Indias Occidentales, en el Caribe) en 1647. Para 1648 la enfermedad había pasado a Yucatán (México) cuyos indígenas la denominarían «vómito negro» y, prácticamente, a toda América Central y del Sur. Entre 1649 y 1685 aparecerían diversos brotes muy graves en las Américas siendo uno de los más serios el de Brasil que produjo miles de muertos en Recife y Olinda. En el siglo XVIII surgirían las primeras epidemias en Europa, siendo la segunda (tras Tenerife, de la cual hablaremos más adelante) la de Cádiz en 1730 que dejó miles de enfermos y 2200 muertos. Desde entonces, diversos estallidos de la enfermedad se sucederían en el Viejo y Nuevo Mundo produciendo millones de fallecimientos. España  sería uno de los países europeos más castigados por la plaga, calculándose que durante el siglo XIX se produjo medio de millón de muertes por esa enfermedad. Otro de los países más afectados fue Estados Unidos donde estuvo apareciendo de modo recurrente desde el siglo XVII hasta el XIX con un saldo de varios centenares de miles de óbitos. Epidemias terribles de fiebre amarilla, por citar solo algunas, tuvieron lugar en Portugal (1857), Buenos Aires, Argentina (entre 1853 y 1871) y África Occidental (1900).

A modo de ejemplo de lo terrible que resultaba esta enfermedad (hoy casi del todo olvidada en los países del llamado Primer Mundo), baste con señalar que durante la guerra entre España y Estados Unidos de 1898, murieron más soldados de ambos bandos por esta calamidad que por las heridas recibidas en combate y, en 1905, aproximadamente el 85% de los más de 20000 obreros que trabajaban en la construcción del Canal de Panamá enfermaron gravemente por ella o por paludismo, muriendo muchos de ellos.

Ya durante el siglo XX seguirían apareciendo algunos brotes importantes en África, cómo el de Etiopía de 1961 que produjo miles de muertes o el de Mali de 2005 que produjo relativamente pocos fallecimientos, pero bastantes afectados. Los últimos brotes africanos, con aproximadamente 130000 casos confirmados y casi 80000 muertes (más del 65% de mortalidad), han sucedico entre 2012 y este mismo año 2020, siendo muy grave el de Angola en 2015. En América, sin alcanzar esa magnitud, el último tuvo lugar en el sureste de Brasil y norte de Argentina y Paraguay en 2008.

Conrado Rodríguez-Maffiotte Martín

Director del Instituto Canario de Bioantropología y del Museo Arqueológico de Tenerife 

MUNA, Museo de Naturaleza y Arqueología

Quizas tambien le interese...